UN CULTO MÁGICO DE LA MIXTECA POBLANA

En el fondo de la cosmovisión de los mexicanos

domingo, 25 de septiembre de 2011

DÍA DE MUERTOS EN CHILAC

El día 2 de noviembre el aire de todo México está impregnado de pensamientos de afecto y gratitud hacia los seres queridos que nos han procedido en el sueño eterno; el anhelo de todos es probarles que no les olvidamos  y que siguen viviendo en nuestros recuerdos. En mil y mil panteones del país los fieles difuntos reciben la visita de sus familiares; la flor emblemática de los muertos, el cempasúchil, adorna innumerables tumbas. Hay, sin embargo, lugares donde se celebra el día de los muertos con más devoción, con más solemnidad; y yo estuve en un panteón que considero único en México, y tal vez en el mundo. Tengo todavía grabado en la retina una visión casi irreal de color, belleza y ternura humana. He pasado el 2 de noviembre en Chilac, un pueblo que está a unos veinte kilómetro de Tehuacán, casi en los linderos con Oaxaca. Su población se dedica con éxito al cultivo del ajo; todos son bilingües; hablan con igual soltura el náhuatl y el español, todos saben leer y escribir y la mayoría, hasta lee música.    

¿En qué consiste el carácter único del cementerio de Chilac? En primer lugar, cada tumba tiene, construída encima, una cabaña de hojas de plátano color esmeralda, o de pequeños carrizos verdes, o de tela negra o morada; en la sombra están las ofrendas: tenates con pan de muerto, ollas con mole, plátanos, naranjas, limas, manzanas y flores todas fresquísimas, en increible abundancia y arregladas con garbo y donosura. Campean los cempasúchiles y contrastan con su amarillo anaranjado al rojo sangre de una flor aterciopelada que llaman moco de pavo o garra de león; también se destaca el blanco virginal de las azucenas, el morado de los gladiolos y de cubiertas de convólvulos azules, de los que llamamos manto de la Vírgen, que parece hayan esperado esa mañana  para florecer y presentarse en toda su lozanía. Entre las ofrendas y las flores se agitan suavemente  las llamas de las ceras, tantas como los difuntos que se conmemoran. Delante de las cabañas están sentadas o arrodilladas las familias, desde el abuelo hasta los niños, y todos rezan. Distribuidos entre las tumbas están los armonios, muchos armonios ( he contado dieciséis). Los tocan los propios campesinos; leen la música como expertos organistas, en tanto que mueven los pedales del instrumento con sus pies calzados de huaraches, o descalzos. Toda la familia canta, acompañada por el armonio; voces blancas, voces bajas, siempre afinadas. Cantan y rezan en un perfecto español o en latín bien pronunciado, aunque entre sí hablan el melodioso idioma del México antiguo, el náhuatl. De vez en cuando pasa una mujer con inmensos ramos de flores, para adornar aún más las tumbas. El cielo es de un azul intenso, flota en el aire el perfume entremezclado de los cempasúchiles y del copal que humea en los pebeteros. Del mar de cabañas verdes y negras y moradas, llega la armonía del canto y de la música, como si se tratara de voces angelicales. En todas partes, flores: una apoteosis de flores. La atmósfera, en el panteón de Chilac, no es de alegría, ni de tristeza, sino de paz, de sosiego, de perfecta serenidad. Regresé a México con esta serenidad en el corazón, como si hubiera saboreado un anticipo de la bienaventuranza eterna.      

GUTIERRE TIBON
             1961    

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